lunes, noviembre 27, 2006

Epístola octava

Amor, si en mis cartas no te hablo
de las férreas ansias con las que
mis manos suplican tu cuerpo
no es, amor, porque de amor
no me esté muriendo,

¿De qué te servirían esas palabras?
¿para qué saber tanta rabia?
para qué saborear la baba del diablo
que durante la madrugada
al oído me susurra
delirios y fantasmas;

y me unta melancolía
al oeste de mis sienes;
y me siembra abismos macabros
al ecuador de mi cansancio.

Mis letras breves.

Tan simples,
tan sinceras;
son eco sordo
en tu latitud etérea,
incapaces de proliferar
la algarabía ultravioleta;
y la inquietud impía
que sobre mi abdomen
se yergue como un monumento
en honor a tu ausencia.

Por si fuera poca la bastedad
de mi oquedad oscura

A razón de qué, este pobre poeta
podría reclamar tu cintura,
ese vertiginoso vigor
que tiene tu vientre,
ese devaneo de tempestades
que aún hace temblar mi carne.

A razón de qué,
sino de este corazón que arde
de estas fuerzas que furiosas
fulguran; y estoicas esperan
el día en que han de abrazarte.

Pero amor,
no te sientas abandonada,
no te llenes de tristes islas,
no empañes la esmeralda
asombrosa de tus ojos;
no son los designios
los que tienen la culpa,
son mis torpes manos,
mis palabras tartamudas
que impotentes, no te pueden
acercar ni un beso ni una caricia.

Amor,
yo sé
que el ánimo
de tu entusiasmo
lo reclama esta tierra;
y que la pugna de tu lucha
es recoger ese lamento.

Amor, esa batalla
también es la mía,
es la necesidad
de perforar las tinieblas
con balas de paz,
para entreabrir
nuevos umbrales
y derribar falacias.

Cómo verás amor,
lo que de ti adoro
es tu cuerpo y tu
condición etérea,
es la travesía verde
de tus pupilas,
es el sincope inefable
de tu cóccix sacro,
es la sutil superficie
almibarada de tu vientre,
y el lento candor rojo
de tus labios,

Amor mío, son tus manos
y son tus actos, son tus pasos
de dulce augurio,
pero sobre todas las cosas amor,
es el horizonte hacia el cual volamos
juntos.